jueves, 11 de junio de 2015

Para esta merienda no necesitamos alforjas

                           
Todo se quedó oxidado en la llanta de carros y galeras; todo menos los sueños y la esperanza en el futuro de los que comieron pan con aceite y azúcar, o la cata de vino en la orilla del pan de cruz, amasado con harina de trigo.



Por el espejo de los días vuelvo a pasar por sus moradas. Vuelvo a toda esa gente al degustar el vino etiquetado con denominación de origen diverso: Vinos manchegos que presumen de nombre y etiquetas. Vino que no crea tantos sueños y sí muchos sinsabores en las gentes que plantan y cuidan la viña. Hay veces que el vino a pesar de su traje elegante de botella de diseño, se queda arrinconado en las bodegas, sin sueños en sus botellas aburridas y perfectas de higiene y mansedumbre comercial.
Antes, la cal anunciaba que era verano y que había que encalar dentro y fuera del pueblo quinterías, y con las granzas sobrantes, las parcillas que rodeaban paradores y ejidos. Por entonces había ilusión por tener todo blanco de cal; almidonado como tapete de ganchillo: ahora la cal anuncia la ruina de esas casas de campo, violadas innumerables veces por ladrones foráneos y extranjeros. Ultrajadas desde los cimientos hasta el rincón último de los cuartos, temblando de horror paredes desconchadas, escuchando crujir y caer a golpes las puertas de pozos y aljibes, cocinas de gañanes respetadas en aquél pasado donde la ley ponía cerco al pillaje de pícaros y delincuentes, y hoy campan a sus anchas sin que la ley exista como tal.

Se pelean estos días los grupos políticos por esa cota de poder que les dan las urnas: que les otorgan con su voto los ciudadanos que depositaron el voto, esperando sin mucha esperanza, que las leyes se cambien. Porque las gentes del campo no suelen dar muchos quebraderos de cabeza en las plazas públicas; ni se manifiestan en universidades ni en congresos adonde acuden los que marcan la economía de mercados; no, esas gentes no interesan a casi nadie, salvo para gravarles con impuestos y estrujarles hasta estrangular su tenacidad. Ya no se encalan las piedras que señalan la división vecinal. Tampoco sueñan sus hijos en seguir encalando casas, pozos y cámaras, porches, cuevas y bombos ¿para qué? Para qué hacerlo si la cal es cara y el ladrón acudirá al reclamo como ave de presa para darse el festín. 

Nadie ha defendido en los mítines a esas gentes del campo. No interesan. No existen para los que predican igualdad y derechos. Tampoco para los que  han legislado impuestos y perseguidos a esos patrones que trabajan antes que el sol salga, y después de que se oculte, por si no pagan salarios justos. Familias que no hicieron dinero fácil engañando a los bancos, estafando a los que se hipotecaron e invirtieron en estampitas que prometieron alta renta por confiarles sus ahorros. No. No fueron ellos los que arruinaron la economía ni amasaron fortunas a la sombra de levantamiento de bienes u trampas de los legisladores vendidos, cual Judas actuales, a los mafiosos corruptos de todos los colores si conciencia ni honra.

Los partidos de izquierdas pregonan igualdad. También los de derechas, los liberales y los ecologistas, los muy encorsetados en trajes de marcas y los que se disfrazan en mangas de camisa  y cabello desordenado imitando aires de mansedumbre mesiánica; todos los ignoran. La cal sigue anulada de las casas de campo, expatriada de su origen. Muerta como los sueños de las tierras de España. Y cuando perdamos esa columna vertebral que sostiene los pueblos y todavía dan trabajo, entonces todos pediremos que nos den trabajo los políticos, el alcalde del pueblo un puesto de barrendero, de limpiador de comedores sociales, de bufón en las fiestas  o sencillamente iremos a pedir que nos den la ayuda social que dan a los emigrantes, a los no integrados y que no puedo nombrar porque no sería políticamente correcto, pero que viven gracias a los tontos de turno que pagamos impuestos y aguantamos los robos, el tirón del bolso, los bancos destrozados, las botellas rotas en las calles, las voces a deshora y el abandono de jueces y gobernantes de cualquier ideología ante tanta injusticia. 

Ignoro si podemos  cambiar todo esta hecatombe. Lo ignoro porque debo de haber perdido la audición, porque nadie en esos días de proclamas  y promesas para el futuro, ha alzado su demagogia prédica, denunciando esta cruda realidad de la agricultura en todas las autonomías. De los sufridos habitantes que soportan los robos en sus viviendas y para evitarlo tienen que pagar protección privada, y decirlo, poniendo la chapita correspondiente en puertas de viviendas adosadas, viejas, sin ser mansiones de lujo, anunciando al ladrón que se paga para que los amigos de lo ajeno se detengan.

La gente  dice que, para esa merienda no necesitamos alforjas, o qué, para qué queremos tanto guardia y policía  si pagamos a otros vigilantes porque los oficiales del Estado no defienden a las gentes de los pueblos. La gente lo dice en voz baja. La gente, mucha de esa gente, no ha votado. Otros han votado desesperados a esos partidos que han prometido cambios: Cambios sociales y económicos donde el campo y quien lo trabajo no cuenta.  Tampoco los habitantes de nuestros municipios que son asaltados en lo más sagrado, el hogar, su pequeño trozo de parcela íntima ganada con sacrificio y trabajo.
La cal ha huido de las casas de campo y la seguridad de todos los hogares.


                                                                                                  Natividad Cepeda

Arte digital: N. Cepeda




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