Aún hacía frío, y por las nubes
lejanas, viajaba
la flor de los almendros,
pariendo con sus pétalos
rosados, montes en los perfiles
de la aurora.
Nos miramos igual que las
estrellas se miran en el mar,
lo mismo que los álamos se miran
en el río,
igual que la lluvia se mira en el
ventanal de las vidrieras,
o como los niños se miran en los
charcos que dejó la tormenta.
Nos vimos, y después de mirarnos,
proseguimos,
sin volver ninguno de los dos la
cabeza. Cada cual a lo suyo.
La luz caía inmaculada sobre la
carretera y los campos,
el aire, pasajero del mundo,
besaba la frente de la tierra.
Y lo volví a encontrar, cayéndole
el aroma de las flores
del almendro por sus manos morenas. Y se perdió en la tarde.
Ardía la leña en el fuego, las
brasas me hicieron recordarlo.
Eran sus ojos, apresurados y
ardientes, lo que el fuego tenía.
Y salí a la calle a sentir la
infinita tristeza de la nieve,
a ver los nacimientos de barro
tiritando, a perderme en las calles
por si volvía a estremecerme con
su encuentro.
Encontrarlo me seducía igual que
una canción de medianoche.
La gente bajaba corriendo porque el viento del norte llegaba
por plazas y rincones. Al azar
entré en la Cafetería de las Flores.
Me quedé mirando la vidriera
empañada y recordé febrero...
Se quebraba el frío en los muros
helados cuando sentí dos brasas
quemándome la cara. Y se sentó a
mi lado como un ave
que descansa de una gran
travesía.
Fue absoluta la huella de su beso.
Se marchó con la noche, dejándome
su ausencia,
una nostalgia eterna.
Natividad Cepeda.
II Premio de Poemas de Amor de
Conil (Cádiz) Febrero de 2002
Si existe algo parecido al amor, puede que se recueste en el desmayo cadencioso de esos versos largos, como ofrecidos.
ResponderEliminarAbrazos, siempre