Me enseñaron a compartir el pan.
A bendecir la comida al sentarnos a la mesa. Luego ví pedir pan a otros con la
mano extendida. Eran hombres muy tristes que no alzaban la mirada del suelo.
Tenían su territorio en la esquina del cine, y tirados en la tierra dormían en
el parque. Pregunté, como todos los niños, qué porque esos hombres carecían de
techo y de pan. Pregunté, y me explicaron el valor del trabajo. De que para
vivir, y no ser pobre, había que estudiar o aprender un oficio. Pensé que todo
eso era sencillo, que si cumplías las tareas al final sumabas y las cuentas
salían. Y todo estaba claro, por lo que sí había pobres la culpa no era mía.
Pasados algunos años, comprendí
que mi credo no era válido, que de poco servía querer trabajar si no había
trabajo para todos. Contemplé las cosechas pérdidas en los campos, los niños
desnutridos y moribundos, y aquellos otros que sus padres vendían para calmar
el hambre. Y supe que hay cosas llamadas cataclismos que atraen la hambruna, y
gobiernos corruptos que matan a los pueblos que los hacen esclavos del hambre,
que los arrojan al mar de la desesperación, y al mar de la patera. Que los
dejan instalarse en chabolas bajo el pretexto de su inutilidad, sin que sientan
pudor ni merme su prestigio político. Y nunca son juzgados por los que legislan
las leyes de los países.
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Obra de Inmaculada Lara Cepeda "Maku" |
Y comprendí que la tierra es de
todos. Y que nadie es su dueño.
También que la guerra es un torvo
guiño de la avaricia, y que Dios no acepta el perdón cuando al hambriento le
negamos el pan. Y pide, y suplica un trabajo, un médico, leña para el fuego,
agua que no esté corrompida, ropa, semillas, un lugar para el hijo en la
escuela. Pero todo eso tiene un conste, es mucho lo que pide ese desheredado,
total para que sigan naciendo pobres y más pobres... Porque hay que saber que
los pobres suelen ser bastante irresponsables.
El hambre a los pobres del mundo
los ha dejado sin llanto, sin fuerza para protestar. Agonizan los hambrientos y
en sus miradas está la pregunta -¿Por qué ese reparto injusto y desmedido del
fruto de la tierra?
No quiero saber, nada cuando
tratan de recordármelo, miro para otro lado y así, aprendo a ignorar el
genocidio. Ahogo, comprándome caprichos, la voz de mi conciencia. Algunas
veces, esa voz me llama y me despierta de mi sopor, cuando no puedo acallarla
me quedo en silencio cargando con mi culpa.
Silencio. Silencio de los miles
de muertos. Silencio.
La tragedia prosigue. Ya no es
noticia que vende, ni conmueve el hambre de los otros. La muerte de los pobres
es viento. La vida de esa gente no vale ni un mensaje en el móvil. Si el terror
es flexible y el hambre es un caballo apocalíptico y un niño moribundo no
conmueve conciencias, ¿para qué hablar de Dios un día, y otro también? Cristo
muere en la cruz. Seguimos en el siglo XXI crucificándole, le ponemos la corona
de espinas, le flagelamos, lo vestimos de púrpura cada vez que los ricos del
mundo damos nuestros vestidos pasados de moda para esos otros seres humanos que
no tienen túnica. Cristo Jesús sale a la calle arrastrando el madero de la cruz
todos los días.
Sale en los cuatro puntos
cardinales del mundo, y en todos los lugares de las aldeas y de los pueblos hay
fariseos hipócritas, y orgullosos romanos imperialistas que reparten prebendas
y dan al pueblo circo y escaso pan.
Sale Jesús de Nazaret con su
amor, sin pedir otra cosa que amor para los unos y los otros. Camina en medio
de la gente y lo mismo que ayer, no lo reconocemos.
Y nadie limpia las lágrimas en el
rostro manchado y dolorido de ese ser humano humillado y explotado de muchas y
diferentes maneras.
Entonces ¿para qué la belleza de
un poema en los labios? si hay labios lacerados
¿Para qué la emoción al escuchar
un aria, contemplar una obra de arte o proteger los museos del mundo si todavía
seguimos matando la belleza del amor?
¿Para qué pregonar que somos
seres cultos y civilizados, si seguimos siendo verdugos de Dios en cada uno de
nuestros hermanos, más pobres y vencidos?
Para qué tanto avance tecnológico
si Cristo se nos desangra entre las manos. Y no es culpa tan solo de los
católicos, ni de los ortodoxos, ni de los coptos, ni de los judíos, ni de los
agnósticos y ateos… Es culpa de todos.
Habitamos la tierra y en su seno
materno, nacemos desnudos y después nos morimos solos para regresar a ella. Y
nos vamos sin ningún equipaje material, sin títulos y favores. Si es cierto que
Dios es Cristo, y yo así lo creo, sólo nos acompañan nuestras obras, y como ya
aseguraban los antiguos egipcios, en la balanza de la vida nos pesaran el alma,
y con ella, las buenas y malas obras de lo que aquí hayamos hecho. Pero antes
de ese trance, en la antesala de la muerte (que no es otra cosa que la vida)
hay pupilas que saben del horror y del dolor letal de carecer de todo.
Y no es verdad que la tierra es
un hermoso paraíso de nobles compañeros. Ni una pinacoteca alzada en la muerte
de millones de seres. Ni un museo de vanidad para ser visitado por los ricos.
Sí el amor no quita el hambre de
las bocas para qué la belleza de los labios, ni el calor pasional de los besos.
Si el amor no rompe las fronteras
donde los niños agonizan, y las madres, casi niñas, perecen con sus pechos
vacíos escupiendo la muerte en un último resuello de agonía y nadie las ampara
¿para qué los derechos humanos?
¿Dónde esta la decencia, dónde
está la nobleza de esta raza de hombres? De esta raza orgullosa descendiente de
Dios. De esta raza que quiere conquistar las estrellas y ha hecho de la tierra
el mayor cementerio. De esta raza de dioses que tiene pies de barro y de cieno.
Para qué la belleza de las cosas
más cultas si seguimos matando a Dios sin volver la cabeza.
Natividad Cepeda
Publicado en Lanza: DIARIO DIGITAL de la MANCHA