
Hace muchos años, cuando mi
universo era una minúscula porción de emociones y personas en el espacio
reducido de un pueblo rural donde las historias particulares se entrelazaban con el aprendizaje de la
geografía, la aritmética y geometría, la Historia de España, Historia Sagrada,
gramática y naturaleza, además de los
dictados en la pizarra y algo de poesía
y cuentos sin olvidar las reglas de urbanidad que, era donde nos
diferenciamos los unos de los otros por la educación recibida. En aquél tiempo
de la infancia donde me sobrecogía la importancia de la verdad, tan importante
y a la vez rayando en el heroísmo, si se cumplía, porque los niños y las niñas
también mienten y perjudican al hacerlo.
En aquella etapa intensa de novedades sin psicología alguna, donde en principio
pensaba que la bondad era lo natural y la maldad un feo y oscuro reducto donde
yo no quería vivir, descubrí una noche de verano la Vía Láctea.
Fue en un lejano verano que
nos regaló conocer la vida de aquellas caserías donde vivían familias ocupadas
en labores agrícolas durante casi todo el año con niños, hombres y mujeres de
todas las edades. Se aprovechaba el tiempo durante el día y a la noche, después
de cenar se formaba un corro diseminado y a veces roto, el círculo de las
personas de todas las edades, donde el dialogo fluía como la corriente de un
río. La noche descendía llenándose todo
de negritud y arriba, aparecían los
puntos luminosos de miles y miles de estrellas temblando en las alturas como
pequeños brillantes suspendidos del cielo.
Desde la lejanía llegaban
sonidos desconocidos para mí y el aire al rozar los allozos nacidos a los lados
de caminos y lindes de viñas y rastrojos se convertía en un xilófono inundando
el manto de la noche. Los pinos, que crecían eran aún pequeños pero eso no
impedía que a través de sus agujas el aire entonara melodías extrañas. Alguna
vez se escuchaba batir de alas y un chillido imperceptible que me daba miedo,
las mujeres sonreían y dejaban que los hombres me explicaran que eran las aves
nocturnas como los búhos y lechuzas los que salían a cazar y al matar a su
presa, se oía el último gemido de su vida.
Arriba, muy arriba, estaban
aquellas luces que a veces se movían y entonces las mujeres se santiguaban y
bajaban las cabezas con un rápido temor en su mirada. Los hombres callaban y
fumaban rápido y algunos hacia círculos con sus pies en la tierra. Los astros,
mascullaban, son los vecinos misteriosos que están mejor arriba sin moverse. La vastedad de la noche dejaba sin volumen los
contornos de casas y árboles y al alzar la vista la senda blanca de la Vía Láctea
dibujada de un encaje brillante nos sumía en nuestra pequeñez al contemplarla.
Vía Láctea, esa leche
materna derramada de una diosa griega cuando no quiso seguir amamantando a un
niño. Pero las gentes del campo lo ignoraban y sin embargo cuando en la noches
de agosto las perseida
se iban y venían en el oscuro manto del cielo, un miedo
ancestral los recorría, pasados unos minutos en voz baja, musitaban que cada
estrella errante eran almas buscando el paraíso. Los niños al ver deslizarse
las estrellas corríamos al lado de los mayores, en silencio y agazapados junto
a ellos, sentíamos al ver iluminarse el cielo que el misterio nos rodeaba y
hasta los sonidos de la noche cesaban por minutos.
Mira, nos decían señalando
el cielo, ese es el Camino de Santiago, el apóstol que custodian las estrellas
y vino aquí en ese carro. ¿Adonde? preguntábamos, con el cogote en la nuca
hasta que nos dolía tanto el cuello que parecía
que se nos iba a romper. Pues donde va a ser, en el cielo, y nos contaban que Santiago
el Mayor viajaba por los cielos montado en su caballo blanco surcando la
galaxia y cuando amanece se sube en la estrella del norte y allí se duerme con su caballo
blanco hasta que llega la noche y galopa por su camino de estrellas. Después
casi todos soñábamos con ese caballo blanco y el hombre santo cuidando de
nosotros.

Ninguno sabía nada del astrónomo
Galileo y como mirando con su telescopio descubrió que en la Vía Láctea habitaban
cientos y miles y hasta millones de estrellas, pero sabían situarse de norte a
sur, y que por el este salía el sol y se ocultaba por el oeste. De aquellas
gentes sencillas sentí escuchándolas que la emoción sentida en la infancia es
la puerta abierta a la búsqueda del conocimiento y que sin emociones la vida
carece de sentido. Aquél verano de mi infancia fue donde aprendí lo que es
universal a pesar de habitar en un lugar pequeño.
Natividad Cepeda
No hay comentarios:
Publicar un comentario