sábado, 16 de noviembre de 2013

EN EL LECHO MATERNO DE LA TIERRA


                                     En recuerdo y homenaje
                                    A María Paz Novillo,
                                    José María, Braulio, Josefa, 
                                   María,Rosario que dejaron
                                   en mi su noble proceder.
  
                                                              
  
                                                                                                    

     No llegué a tiempo de verlo y ayudar en lo que se pudiera. Lo vinieron contando a solespones, cuando todos nos disponíamos para la cena. Los hombres, se lavaban en la pila del pozo, el mosto pegajoso mezclado con la tierra y el sudor del trabajo. Las mujeres se aseaban detrás del hastial de la casa, cogiendo el agua de dos grandes espuertas de goma, dispuestas de agua fresca y limpia, para ese fin. Olían las mujeres a jabones de olor, y los hombres a tabaco de la marca  Ideales; y los más viejos a tabaco picado, que extraían de las petacas hechas por los guarnicioneros, liando parsimoniosamente en el fino papel los cigarros. Se lavaban el sudor, y al quitarlo de su piel olvidaban lo duro del trabajo.
Aquél anochecer estaban todos conmovidos, derrotados por los acontecimientos; ebrios de emoción, porque una vez más, tenían conciencia de lo importante y maravillosa que era la vida.


Todos ellos eran los exiliados de las grandes riquezas, apenas si les dolía su destino. La vida era hondura y los hilos de las viñas largos. Ni les pertenecía la tierra que pisaban, pero trabajando unidos, las besanas eran más cortas. Llegaba la noche y con ella el adiós hasta otro día al trabajo.
En la sartén las guisanderas removían la pipirrana, encima de la tapa de la barja, brillaban en el fondo del papel de estraza, las sardinas saladas. El pan rebosaba redondo y moreno en su corteza por la boca del costal. La cuba del vino y el botijo aguardaban las manos y las bocas. Las mujeres por fin, limpiaron sus manos y sus navajas, después de haber cortado los tomates, las cebollas y los pimientos de la pipirrana, y dejaron las navajas abiertas y secas reposando unos momentos junto al pan.



Brillaba el acero de las hojas abiertas compitiendo con las estrellas en la noche. El campo a esa hora, prolongaba un aliento de belleza sujeto a los racimos, olían las uvas con un perfume denso, como si se presintiera el fermento tan próximo del fruto.
Fueron sentándose todos alrededor de la sartén. El círculo tenía un halo de oración suspendida. Todo allí, era rito  y costumbre; en la mano derecha la navaja abierta, en la izquierda el pedazo de pan. Todos, esperaban a que el hombre de más edad de la cuadrilla, entrara su sopa de pan en la sartén y se la llevara a la boca, cargada para empezar la cena.
El candil de carburo colgado en la pared de una escarpia, alargaba  la esquina de la casa, y ponía en las sombras de los vendimiadores multiplicadas formas en lentos movimientos. Respiraba en rededor la tierra sin límites, como si el mundo durmiera entre el hechizo mágico del círculo, y las sombras multiplicadas e inmersas, todas ellas, en reparar las fuerzas con el yantar, como lo llamaban los más viejos; que hambre que espera hartura no es hambre, solían añadir.


El hombre más viejo, con un gesto solemne, señaló a una mujer y dijo con voz de bruma y sabiduría. Empieza tú, que bien te lo has ganado, todos los días no viene al mundo un niño en ésta tierra. Y señaló con la navaja la tierra entre sus pies. Ninguno dijo nada. La mujer lo miró segura de sí misma y alargó su brazo, despacio, introdujo un trozo de pan,  pinchado con la navaja, dentro de la sartén, y sacó la sopa llena de aquella regeneradora pipirrana.

Así uno a uno, por turno riguroso de edad, fueron introduciendo el pan, que harto de pimiento y tomate  era el manjar de todos ellos.
Alrededor de la cuadrilla. Las viñas verdinegras, por la noche, se llenaban de furtivos ruidos y sonidos envolviendo al corro.

Cada uno, de ellos, querían preguntar por lo sucedido, conocer los mínimos detalles, saber el nombre de la madre, de donde procedían y como era el niño, si rubio o moreno, si débil o fuerte, y también, si tenía los aparejos varoniles en su sitio y bien puestos... Pero nadie se atrevía a preguntar, y a cambio hablaban del precio de la uva, a lo que se estaban pagando los jornales y de los días que abría de vendimia.
Hablaban del carrero, al que ahora los jóvenes llamaban tractorista, que por aquél nacimiento dormiría en el pueblo. Hablaban, pero el pudor les impedía preguntar por los detalles del acontecimiento. La cena, tocaba a su fin, algunas mujeres cortaron una rebanada de pan y le echaron vino blanco hasta que el pan se empapó, luego lo espolvorearon de azúcar y se lo comieron como postre. Los hombres habían empezado a encender sus cigarros, mientras el hermano Félix, que no fumaba, mascaba un trozo de sarmiento.


Aquella noche era distinta. María Paz se pasó a la cocina y preparó su saca de dormir. Nadie decía nada, pero todos aguardaban que ella hablara. No lo hizo, se sentó de espaldas a todos ellos, mirando la noche, sin verla.

Desde el ejido de la casa la noche era una atalaya, un templo con bóveda de estrellas, donde el prodigio de un milagro aún era posible. Sentada en la pedriza la mujer estaba ausente, sus ojos no veían la estela brillante del cielo, seguía contemplando la hoja de su navaja roja de sangre y de vida, recordando el calor sofocante que hacía más calientes los borbotones de agua al hervir en el perol de hierro salpicando la tierra. Todo había sucedido tan de improviso...

Estaban vendimiando dándoles el calor en las espaldas, escucharon el ronco motor del ruido del tractor, pero nadie levanto la cabeza del hilo. Diariamente a eso de las doce y media llegaba hasta el corte, ya de vuelta del primer carguío, José María, el tractorista: entraba en la viña y dejaba el remolque vacío unos hilos más adelante, lo justo para cuando después de la comida él, enganchara el tractor al remolque, casi lleno de uvas, y así, a la caída de la tarde, la cuadrilla empezaba a llenar el que traía. De esta forma, al día siguiente, el tractorista salía para descargar en la cooperativa con el remolque lleno, quedando el otro enganchado al tractor más viejo y de menos potencia, para que de vez en cuando, se le diera un tirón, y la vendimia no perdiera su marcha. Pero aquel mediodía, el tractorista se bajó de un salto del tractor y a gritos, llamó a María Paz !Vamos mujer, ven corriendo, que una mujer se me muere en la cuneta!

!Qué digo que vengas! ¿No me oyes? Y María Paz,  corrió sin saber a donde iba. Fue entonces cuando vieron asombrados que el tractor venía sin remolque, para entonces, María Paz, ya estaba subida en la cabina del tractor, y a toda velocidad los vieron irse para la casa. Allí, la mujer sacó del saco de su hato una chambra de fina holanda azul, una toalla gris, limpia y muy usada,  mientras el tractorista ataba el perol con unas cuerdas a unas garras del tractor. Los demás los vieron perderse por el camino de la Senda el Águila, petrificados, sin saber qué  hacer, ni que decir. Braulio, que hacía las veces de caporal, ordenó seguir vendimiando, y entonces el calor pareció más denso y el mosto mucho más pegajoso...


Ausente del entorno, la mujer frente a la noche revivía lo de horas antes. Apenas si dio tiempo a que el hombre le explicara que en una cuadrilla de hombres solos, la única mujer que llevaban, se había puesto de parto, antes de tiempo. La cuadrilla estaba sin tractor ni vehículo alguno porque era  sólo para el día, por lo que, por terminar, habían decidido comer de sequillo, pan, Tocino salaó, sardinas, longaniza y poco más, y por eso, ni sartén tenían para calentar agua. Los hombres de la cuadrilla en su desesperación, la habían sacado hasta la carretera, pero nadie pasaba, y en la cuneta la mujer se retorcía  de dolor... El único, en mitad del calor del mediodía, un tractor y un remolque. Cuando José María y maría Paz llegaron, los hombres encendieron fuego, en el perol, el agua se calentó rápido. Las dos mujeres se miraron confiando la una en la otra, los hombres se volvieron de espaldas, y hacia adentro, rezaron cada uno lo que sabía. El sol estaba en lo alto inmisericorde. Estaban en la Mancha y por allí ni unas matas de carrasca crecían para dar sombra; viñas y barbechos, calor y hombres sin saber qué hacer cuando una nueva vida pugnaba por salir a la  tierra para vivir en ella.



María Paz, le puso la toalla debajo de las nalgas, y le dijo despacio y contundente: haz fuerza y ruge si es preciso, que todos esos, nacieron de mujer, y no son más valientes que nosotras.  Seguía el agua salpicando la tierra al hervir, el sol era un harnero de brasa, pero los hombres sentían frío y hasta a uno le castañeó los dientes. La mujer tendida sobre la tierra sudaba, y en sus mejillas se hicieron surcos profundos de polvo y de llanto, de sudor y fatiga, mientras sus dedos se hundían en la tierra y se agarraban a las raíces de las hierbas. Los hombres continuaban vueltos de espaldas, con las piernas abiertas, y el miedo, metido en lo profundo del pecho. De pronto, un quejido profundo cruzo la calina y la tierra se detuvo; luego, se escuchó dos palmadas dadas en un cuerpo pequeño, y el llanto de un niño se alzó iluminando el día por encima del sol. La mujer que hacía de partera lo lavó en silencio, sintiendo en sus manos el temblor de aquél niño, después, despacio lo elevo a lo alto para que el sol lo envolviera en la luz de su cenit. Así detenido el niño en las alturas,  deseó que aquél hijo, nacido en un campo de viñas, fuera suyo. Suyo, de  ella, que había enterrado años atrás, a dos hijos y no tenía hombre. También lo había enterrado.  Lo dejó de ofrendar al sol y lo bajo. Luego lo envolvió en su chambra de holanda azul con mimo. Los hombres miraban, y ella se lo puso en los brazos del rudo tractorista que apenas si podía contener un sollozo. Ya no lloraba el niño, y el hombre al tenerlo en sus brazos también por un instante  deseó que fuera suyo.
La madre, extenuada, aguardaba con las piernas abiertas y el vientre ya vacío, y sin nada. Se miraron las mujeres, la una joven sin llegar a los treinta, la otra con apenas cincuenta, le apretó las manos, y terminó de sacar la placenta. Y echando a chorro el agua con un puchero la secó y le bajó las piernas.


! Dame el botijo! le ordenó a un hombre, y dejó caer el agua en sus manos, y de estas, a la cara de la mujer tendida. Del bolsillo de su saya, sacó un pañuelo blanco y le fue secando la cara y el pelo. Se volvió y  dijo: trae, hombre, al muchacho, que ya es hora de que conozca  quién lo ha traído al mundo. El niño ahora ha cerrado los ojos y la madre pregunta. ¿Cómo tiene los ojos? Los tiene como tú, le responde emocionado el hombre, del color de la tierra y de las viñas. A lo lejos se escucha el motor de un coche que se acerca y todos a una hacen barrera en la carretera. 
Suavemente el coche es una sombra que rueda y se aleja, el hospital aguarda a los dos.
Todos quedan con una ausencia de palabras y un triunfo en las miradas, el miedo se ha roto entre las callosas manos, y las gargantas resecas piden una gota de vino para que los redima de las horas de angustia. Comen pan y cualquier cosa, y la luz de la tarde, bruñida entre dos soles superpuestos, augura, que a pesar de ser mortales, hay ocasiones en  la que los hombres se sientes dioses.

Aquel anochecer por eso de tener que testificar lo del nacimiento el tractorista se ha marchado con un viaje de uvas más pequeño, antes, él, nos ha relatado un poco a trompicones el acontecimiento. María Paz, no dice nada. Me acerco a ella y me pregunta  que es lo que me ha recetado el médico para mi infectada picadura de los tábanos. Nada, una bobada que me quede en casa. Ella me sonríe y no necesita preguntarme por qué estoy allí; me siento junto a ella en la pedriza y le pregunto, ¿oye es verdad que las estrellas son almas? Me mira, y me dice. Y qué sé yo, si ni siquiera le he preguntado cómo se llamaba a esa mujer que hoy ha sido madre. Las dos nos quedamos mirando las estrellas, María, la de Meco, se acerca y me dice al oído: Cuando pasen los años y tengas más de catorce veranos, cuando como mujer llegues a ser cosecha de amor, tú también serás madre.

Huelen las dos mujeres a jabones de olor, a limpieza pobre y humilde que se mezcla con el frescor de la noche. Miro el cielo infinito y le pido y  formulo un deseo a mi estrella. Mi deseo y  súplica  es, que mañana, cuando mi pelo peine canas yo sea una mujer  igual que ellas.

                                                                                                      Natividad Cepeda.




1º Premio de narrativa del Certamen del "Molino de la Bella Quiteria" de Munera (Albacete) 
6 de julio de 2002.


 Arte digital: N. Cepeda

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