miércoles, 5 de mayo de 2021

El punto indefinido de lo desconocido

                           


Fue a primeros de marzo cuando por la tarde una niebla desconocida me cubrió la pupila de uno de mis ojos y mi visión fue borrosa  y se llenó de sombras inesperadas y flotantes.  El sol lucia y todo era luz  inundando el entorno. Me froté los ojos, pensando, equivocadamente, que aquello  pasaría. Me negaba a no poder seguir leyendo y que aquella niebla extraña me desbaratara mis planes. Empezó a dolerme y sentí la punzada del miedo, precisamente yo que no temo casi a nada.  Me quedé quieta, turbada ante aquella contrariedad  desconocida y recordé a mi padre cuando un año antes de su muerte no podía leer y fue perdiendo  la esperanza ante la oscuridad de sus ojos. Regresé a verlo sumido en su silencio en su sillón de terciopelo marrón, donde se perdía con sus manos reposando en los brazos del sillón y su cabeza quieta con los ojos cerrados como si no estuviera entre nosotros. 

Cada tarde llegaba y me sentaba a su lado en el sofá marrón y le cogía su mano y empezaba a preguntarle si quería escuchar la radio o si quería que le leyera algo…Movía la cabeza y con su voz apagada, que no parecía la suya, me decía que no. Con su mano entre las mías le preguntaba sobre algo del pasado y poco a poco empezaba a relatar con su memoria prodigiosa, ayudando al relato la voz amorosa de mi madre, que, pacientemente suplía los pequeños detalles que él omitía. Mi marido me aconsejaba gravar aquellos diálogos tan interesantes porque papá y mamá eran enciclopedias vivas del pasado; de lo no se recogió en periódicos ni en  libros. Jamás lo hice, pensaba que entonces perdería sentir su abandono en mis manos y yo no quería perderme segundo alguno de aquellas vivencias.   

Antes de perder la luz de sus ojos habíamos ido al Hospital  de La Mancha Centro de Alcázar de San Juan, donde en diferentes fechas y sesiones había recibido láser por aquello que se llama glaucoma y que  pasado el tiempo le quedó aquella ceguera  que le impedía leer…  Precisamente a él que desde que recordaba en casa se compraba la prensa y libros. Cuentos preciosos troquelados que nos regalaba a mis hermanas y a mí desde la más temprana infancia. Fuimos cumpliendo años y leíamos  los de la colección Austral de bolsillo, porque al estar él casi siempre de viaje, por su profesión, los libros no ocupan sitio en su maletín de viaje.

Gracias a él, El espectador de Ortega y Gasset y La rebelión de las masas y otros muchos, los leía con apenas catorce años. Papá era de fuerte carácter por lo que llevarle la contraría suponía un seguro enfrentamiento, pero él nos decía que había que enfrentarse a la vida con la verdad sin miedos; opinión que mamá no compartía porque temía y aseguraba que no todas las personas van con la verdad por delante. Con los años he comprendido que ella, mi madre, tenía razón. Sumido en la oscuridad sus grandes y bellos ojos negros estaban apagados. Ya no jugaba con mis nietos que eran sus bisnietos, al dominó, juego al que él los había enseñado, ni a las cartas, ni al parchís…Tampoco en el largo pasillo jugaba con los niños y las pelotas simulando un partido de futbol. Se fue apagando  lentamente semejante a la luz de la tarde de los inviernos con su ceguera, por la que todavía sus ojos veían todo opaco. Se negaba a dejarse ayudar,  intentando dignamente ser útil para él mismo y no dar que hacer a los demás.


Lo recuerdo viviendo en aquel cristal de soledad rodeado de cariño alejado de libros  que lo esperaban en los anaqueles de su estantería  cruzando la última etapa de su vida. Mamá se cansó de insistir que fuéramos a otros oftalmólogos de Albacete y de Barcelona. Sigo pensando que le quedó la duda de que en el equipo de oftalmología del Hospital Mancha Centro, no habían hecho todo lo que tenían que hacer por el hombre de su vida. Regresan hasta mí los recuerdos en los días que he sido operada en el mismo hospital.  Reconozco lo importantísimo que es tener para atendernos al  Servicio de Oftalmología de la Gerencia de Atención Integrada de Alcázar de San Juan, dependiente del Servicio de Salud de Castilla-La Mancha (SESCAM). Buscando información creo que son 23 años los que llevan atendiendo a una amplía población comprendida entre los hospitales de Alcázar de San Juan y Tomelloso el equipo dirigido por el doctor don Fernando  González del Valle, a los que agradezco toda la atención recibida en éste tiempo donde he sido una paciente más de los muchísimos que atienden a diario.  Pacientes anónimos, números en las listas de espera que esperamos el milagro de no perder la luz de la mirada porque solo cuando no la percibimos es cuando la valoramos.

En las salas de espera apenas si se respeta el silencio, se habla para ocultar ese miedo inconcreto que supone pasar al hospital cuando el enfermo es uno mismo. Y se olvida la gratitud debida a todos ellos, médicos, enfermería y auxiliares, celadores y administrativos que a pesar de la terrible pandemia atienden cuando llegamos a pedir auxilio y son nuestros buenos samaritanos. Ejercen esa obra de misericordia  que es cuidar del enfermo; creyentes o no creyentes, actúan así. Todos en cualquier momento somos enfermos y nos sentimos pequeños ante la enfermedad. Lléganos al hospital buscando la sanación, depositando nuestra esperanza en ellos, los médicos y sus equipos sanitarios, después apenas si se les recuerda porque se ha olvidado agradecer a quienes nos dan consuelo en la enfermedad. En ese punto indefinido de lo desconocido es cuando verdaderamente  somos humanos y nos necesitamos los unos a los otros.  A mi padre lo llamo Dios una mañana de abril cuando las campanas repicaban alegremente anunciando la romería de mi pueblo, su alma sigue en la mía junto a todo lo vivido con él, incluyendo las consultas en los mismos hospitales a los que ahora acudo yo. 

 

 

           Natividad Cepeda

 

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