martes, 20 de octubre de 2020

Sin Lazo Rosa

Nadie llevaba un lazo rosa en sus vestidos. Ninguna de aquellas mujeres se vestía de rosa. Tampoco sus familias  hacían caminatas ni elevaban pancartas por calles y plazas. Por entonces yo era muy joven y sin programación psicológica alguna me vi metida en aquella unidad de oncología de un gran hospital de una capital española. El médico oncólogo me dio una tarjeta roja de un tamaño parecido a una tarjeta de visita y me dijo que durante once días permanecería en el hospital junto a mi madre. Mamá entonces tenía 53 años y aparentaba  43. Le habían pronosticado cáncer después de una intervención de vesícula y se negaba a volver al quirófano porque ella no tenía ningunas molestias. La familia entera nos reunimos en sesiones de conclave y hasta se pensó en que fueran Norteamérica por aquello de que allí todo era mucho más avanzado. Hablábamos y hablábamos y  sentíamos estar metidos en una burbuja desconocida que nos ahogaba impidiéndonos ver y razonar. Los días pasaban y el terror crecía porque urgía que se operara. Al final se eligió un gran hospital y se concertó una visita al oncólogo más famoso de ese hospital. Papá fue su acompañante único  y los dos solucionaron todo el ingreso. Llegó el día de la intervención quirúrgica y asistimos todos desde el pueblo a la capital con la presión en el pecho y el corazón en la boca. Teníamos que dejar los niños que  al cuidado de otros familiares y contratar algunos servicios para el arreglo de casa. Los niños y niñas eran tan pequeños que papá nos dijo que con asistir a la operación era suficiente  porque él no se apartaría de mamá. Papá no se fiaba de nadie y él de carácter fuerte y muy protector a pesar de los muchos nervios estaba solucionándolo todo.

Me levante a las cuatro de la madrugada, bueno no me acosté preparando lo que necesitarían mis hijas y aunque ya estaba todo organizado escribí notas para evitar errores durante las horas que estaría ausente. A las ocho de la mañana nos autorizaron a pasar a despedirnos de mamá. En el hospital habíamos llegado a las siete. Pasamos de tres en tres y le dimos ánimos cada uno como supimos. Durante siete horas y media nadie salió a decirnos nada. Nos paseábamos por la sala de espera y si dialogábamos los unos con el otro papá se enfadaba y nos hacía callar. pasadas als tres y media se nos informó de que la intervención había sido un éxito y, ahí vino la sorpresa no autorizaron a papá a quedarse con mamá. Él protestó y protestó pero el sistema no lo permitía por lo que el oncólogo me eligió a mí. De nuevo tuvimos conclave, o sea reunión familiar, para ponernos de acuerdo en los sucesivos turnos y acordamos estar cada


una de las hijas tres días cada una.  Ninguna residíamos donde el hospital y todas éramos madres jovencísimas. Me compré lo que necesitaba para quedarme informando al médico de lo acordado. Me miró de frente y directamente a los ojos y sin pestañear escuché decirme que allí estaría durante once días y pasados esos días me daría nuevas normas.

El suelo se hundía bajo mis pies  y de pronto pensaba en mamá y en mis niñas. Cuando salí a informar a los demás preguntaron aquello de ¿por qué tienes que ser tú? No lo sé, contesté.

Instalaron a mamá en una gran habitación con dos camas una para ella y otra para una paciente que dijo llamarse Rosa. La señora Rosa pasaba de los 80 años, era pequeña de estatura y delgada, sonriente y callada y con voz amable me pidió por favor que el ayudara a tomarse las pastilletas, como ella llamaba a las pastillas porque le habían operado de cáncer de mama y el brazo trecho no podía moverlo bien. Los primeros días mamá apena si hablaba, estaba enfadada con el mundo entero. La señora Rosa me miraba y sonreía y despacito decía, pobreta todavía no se lo cree. Una tarde llamaron a la puerta y una chica joven como yo pidió permiso para pasar. después vino otra y otra más así hasta cinco residentes de aquella planta de hospital. Yo era la única autorizada para acompañar, a nadie más se le había concedido pase para estar  al lado de sus familiares. Mostré el pase rojo que me autorizaba a salir y entrar, mostrándoselo a la supervisora de turno y no pude explicar ninguna otra cosa porque yo lo ignoraba.

El hospital uno de los mejores de España pertenecía a la Seguridad Social y la normativa vigente impedía tener acompañantes. Día a día la habitación se fue llenando de mujeres de todas las edades y la tertulia era tan alegre que las enfermeras indagaban sobre aquél fenómeno insólito. Mamá sonreía con sus compañeras de enfermedad y cada una contaba su historia personal y las incidencias que les ocurrían. La que estaban mejor tenían permiso para salir a despedir a sus familias hasta el recibidor de la planta y  se acomodaban e los sillones con sus visitantes para tener espacios más íntimos que en la habitación compartida. Papá llegaba cada tarde puntual y disgustado por no poder estar allí. Yo aprovechaba para salir  y llamar por teléfono a casa porque todavía no existían los móviles.

Cuando caía la noche y el silencio reinaba en el gran edificio hospitalario entonces asomada al gran ventanal divisaba a los automóviles ir y venir durante la noche en una fila similar a hileras de hormigas  iluminadas ininterrumpida. A veces escuchaba quejarse y rápido la enfermera se incorporaba de su sillón y le daba algún calmante a la enferma. Los días parecían meses. Terminé conociendo las vidas de todas ellas y me dolía el alma  ver sufrir a las más ancianas y no tenía palabras para consolar a las jóvenes cuando  asomaba el miedo a sus pupilas y entre lágrimas añoraba ver  a sus hijos.  

 Me sentía intrusa entre todas ellas. Comprendí lo importante de tener salud y también la felicidad de las  cosas sencillas y cotidianas. Debajo de una pequeña luz por las noches leía y tomaba  apuntes, mamá me decía bajito que me durmiera y así las horas pasaban lentas, interminables y largas. Una tarde el médico me llamó y le comenté que tendría que renovarme el pase rojo para cuando llegara una de mis hermanas a sustituirme, porque era necesario que fuera a ver mis niñas tan pequeñas. Volvió a mirarme inquisidor sin responderme. Después dijo: Tu pase es especial, nadie tiene otra tarjeta roja como tú. Lo sé, le respondí, porque hasta las enfermeras me han lo preguntado y alguna no le ha gustado. Baje la mirada y sentí que no obtendría ninguna otra respuesta. Tímidamente le agradecí haber salvado la vida de mamá y la deferencia para con mi familia al poder haberla acompañado. Se levantó dando por terminada la entrevista  y acompañándome hasta la puerta la cerró tras de mí y se perdió por el largo pasillo con paso firme sin mirar a nadie.

Regresé a casa un Jueves Santo por la tarde. Cuando el tren se detuvo en la estación, entre el público estaba mi hombre esperándome con su vaquero azul y su sonrisa amplia. Hasta entonces no había sentido cansancio pero al sentir su abrazo se me llenaron los ojos de lágrimas y me flaquearon las piernas. Nos vamos a casa tienes que descansar, dijo cogiendo mi bolso de viaje. No, antes quiero ir a la iglesia, necesito rezar ante el Monumento al Santísimo para dar gracias por volver y pedir por todos los que quedan en el hospital. Nos arrodillamos ante las velas encendidas y las flores que embellecían donde se guardaba el Cuerpo de Cristo en el Sagrario. Era la primera Semana Santa que mis padres  y nosotros no estábamos acudiendo al templo, ni veríamos las procesiones…Por primera vez valoraba que la vida y la familia eran la mayor fortuna y el mejor regalo que Dios me concedía. Yo no llevaba un lazo rosa en mis  vestidos, ni aquellas mujeres que eran amazonas de pechos amputados tampoco, pero sí eran luchadoras anónimas de todas las edades apostando por caminar sin bajar la cabeza  a pesar de dolerles aquella mutilación terrible y dolorosa. De todas ellas aprendí una lección de vida y a veces me pregunto ¿por qué aquél médico me  dejo convivir entre ellas?    

 

                                 Natividad Cepeda

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