A María Paz Novillo,
José María, Braulio, Josefa,
María,Rosario que dejaron
en mi su noble proceder.
No llegué a tiempo de verlo
y ayudar en lo que se pudiera. Lo vinieron contando a solespones, cuando todos
nos disponíamos para la cena. Los hombres, se lavaban en la pila del pozo, el
mosto pegajoso mezclado con la tierra y el sudor del trabajo. Las mujeres se
aseaban detrás del hastial de la casa, cogiendo el agua de dos grandes
espuertas de goma, dispuestas de agua fresca y limpia, para ese fin. Olían las
mujeres a jabones de olor, y los hombres a tabaco de la marca Ideales; y los más viejos a tabaco picado,
que extraían de las petacas hechas por los guarnicioneros, liando
parsimoniosamente en el fino papel los cigarros. Se lavaban el sudor, y al
quitarlo de su piel olvidaban lo duro del trabajo.
Aquél anochecer estaban todos conmovidos, derrotados por los
acontecimientos; ebrios de emoción, porque una vez más, tenían conciencia de lo
importante y maravillosa que era la vida.
Todos ellos eran los exiliados de las grandes riquezas, apenas si les
dolía su destino. La vida era hondura y los hilos de las viñas largos. Ni les
pertenecía la tierra que pisaban, pero trabajando unidos, las besanas eran más
cortas. Llegaba la noche y con ella el adiós hasta otro día al trabajo.
En la sartén las guisanderas removían la pipirrana, encima de la tapa
de la barja, brillaban en el fondo del papel de estraza, las sardinas saladas.
El pan rebosaba redondo y moreno en su corteza por la boca del costal. La cuba
del vino y el botijo aguardaban las manos y las bocas. Las mujeres por fin,
limpiaron sus manos y sus navajas, después de haber cortado los tomates, las
cebollas y los pimientos de la pipirrana, y dejaron las navajas abiertas y
secas reposando unos momentos junto al pan.
Fueron sentándose todos alrededor de la sartén. El círculo tenía un
halo de oración suspendida. Todo allí, era rito
y costumbre; en la mano derecha la navaja abierta, en la izquierda el
pedazo de pan. Todos, esperaban a que el hombre de más edad de la cuadrilla, entrara
su sopa de pan en la sartén y se la llevara a la boca, cargada para empezar la
cena.
El candil de carburo colgado en la pared de una escarpia,
alargaba la esquina de la casa, y ponía
en las sombras de los vendimiadores multiplicadas formas en lentos movimientos.
Respiraba en rededor la tierra sin límites, como si el mundo durmiera entre el
hechizo mágico del círculo, y las sombras multiplicadas e inmersas, todas ellas,
en reparar las fuerzas con el yantar, como lo llamaban los más viejos; que
hambre que espera hartura no es hambre, solían añadir.
El hombre más viejo, con un gesto solemne, señaló a una mujer y dijo
con voz de bruma y sabiduría. Empieza tú, que bien te lo has ganado, todos los
días no viene al mundo un niño en ésta tierra. Y señaló con la navaja la tierra
entre sus pies. Ninguno dijo nada. La mujer lo miró segura de sí misma y alargó
su brazo, despacio, introdujo un trozo de pan,
pinchado con la navaja, dentro de la sartén, y sacó la sopa llena de
aquella regeneradora pipirrana.

Alrededor de la cuadrilla. Las viñas verdinegras, por la noche, se
llenaban de furtivos ruidos y sonidos envolviendo al corro.
Cada uno, de ellos, querían preguntar por lo sucedido, conocer los
mínimos detalles, saber el nombre de la madre, de donde procedían y como era el
niño, si rubio o moreno, si débil o fuerte, y también, si tenía los aparejos
varoniles en su sitio y bien puestos... Pero nadie se atrevía a preguntar, y a
cambio hablaban del precio de la uva, a lo que se estaban pagando los jornales
y de los días que abría de vendimia.
Hablaban del carrero, al que ahora los jóvenes llamaban tractorista,
que por aquél nacimiento dormiría en el pueblo. Hablaban, pero el pudor les
impedía preguntar por los detalles del acontecimiento. La cena, tocaba a su
fin, algunas mujeres cortaron una rebanada de pan y le echaron vino blanco
hasta que el pan se empapó, luego lo espolvorearon de azúcar y se lo comieron
como postre. Los hombres habían empezado a encender sus cigarros, mientras el
hermano Félix, que no fumaba, mascaba un trozo de sarmiento.
Aquella noche era distinta. María Paz se pasó a la cocina y preparó su
saca de dormir. Nadie decía nada, pero todos aguardaban que ella hablara. No lo
hizo, se sentó de espaldas a todos ellos, mirando la noche, sin verla.
Desde el ejido de la casa la noche era una atalaya, un templo con
bóveda de estrellas, donde el prodigio de un milagro aún era posible. Sentada
en la pedriza la mujer estaba ausente, sus ojos no veían la estela brillante
del cielo, seguía contemplando la hoja de su navaja roja de sangre y de vida,
recordando el calor sofocante que hacía más calientes los borbotones de agua al
hervir en el perol de hierro salpicando la tierra. Todo había sucedido tan de
improviso...


Ausente del entorno, la mujer frente a la noche revivía lo de horas
antes. Apenas si dio tiempo a que el hombre le explicara que en una cuadrilla
de hombres solos, la única mujer que llevaban, se había puesto de parto, antes
de tiempo. La cuadrilla estaba sin tractor ni vehículo alguno porque era sólo para el día, por lo que, por terminar,
habían decidido comer de sequillo, pan, Tocino salaó, sardinas, longaniza y
poco más, y por eso, ni sartén tenían para calentar agua. Los hombres de la
cuadrilla en su desesperación, la habían sacado hasta la carretera, pero nadie
pasaba, y en la cuneta la mujer se retorcía
de dolor... El único, en mitad del calor del mediodía, un tractor y un
remolque. Cuando José María y maría Paz llegaron, los hombres encendieron fuego,
en el perol, el agua se calentó rápido. Las dos mujeres se miraron confiando la
una en la otra, los hombres se volvieron de espaldas, y hacia adentro, rezaron
cada uno lo que sabía. El sol estaba en lo alto inmisericorde. Estaban en la
Mancha y por allí ni unas matas de carrasca crecían para dar sombra; viñas y
barbechos, calor y hombres sin saber qué hacer cuando una nueva vida pugnaba
por salir a la tierra para vivir en
ella.

La madre, extenuada, aguardaba con las piernas abiertas y el vientre
ya vacío, y sin nada. Se miraron las mujeres, la una joven sin llegar a los
treinta, la otra con apenas cincuenta, le apretó las manos, y terminó de sacar
la placenta. Y echando a chorro el agua con un puchero la secó y le bajó las
piernas.

Suavemente el coche es una sombra que rueda y se aleja, el hospital aguarda
a los dos.
Todos quedan con una ausencia de palabras y un triunfo en las miradas,
el miedo se ha roto entre las callosas manos, y las gargantas resecas piden una
gota de vino para que los redima de las horas de angustia. Comen pan y
cualquier cosa, y la luz de la tarde, bruñida entre dos soles superpuestos,
augura, que a pesar de ser mortales, hay ocasiones en la que los hombres se sientes dioses.
Aquel anochecer por eso de tener que testificar lo del nacimiento el
tractorista se ha marchado con un viaje de uvas más pequeño, antes, él, nos ha
relatado un poco a trompicones el acontecimiento. María Paz, no dice nada. Me
acerco a ella y me pregunta que es lo
que me ha recetado el médico para mi infectada picadura de los tábanos. Nada, una
bobada que me quede en casa. Ella me sonríe y no necesita preguntarme por qué
estoy allí; me siento junto a ella en la pedriza y le pregunto, ¿oye es verdad
que las estrellas son almas? Me mira, y me dice. Y qué sé yo, si ni siquiera le
he preguntado cómo se llamaba a esa mujer que hoy ha sido madre. Las dos nos
quedamos mirando las estrellas, María, la de Meco, se acerca y me dice al oído:
Cuando pasen los años y tengas más de catorce veranos, cuando como mujer
llegues a ser cosecha de amor, tú también serás madre.
Huelen las dos mujeres a jabones de olor, a limpieza pobre y humilde
que se mezcla con el frescor de la noche. Miro el cielo infinito y le pido
y formulo un deseo a mi estrella. Mi
deseo y súplica es, que mañana, cuando mi pelo peine canas yo
sea una mujer igual que ellas.
Natividad
Cepeda.
1º Premio de
narrativa del Certamen del "Molino de la Bella Quiteria" de Munera
(Albacete)
6 de julio de 2002.
Arte digital: N. Cepeda