Se
despide el verano por las tierras manchegas con sabor a chocolate y buñuelos
calientes, de las ferias de pueblos y ciudades de esta región enorme que se
mira así misma sin que a nadie le importe demasiado.
Como
pájaros del otoño que llama a nuestra puerta vuelven a las aulas los niños
arrastrando mochilas con sus risas de vida y sus voces alegres. Los profesores
después de los exámenes de septiembre repartiendo aprobados y suspensos, abren
agendas y miran el futuro con cierto nerviosismo en palabras y gestos. Y los
universitarios comprueban lo escuálido de las rentas paternas sumadas a los
conflictos laborables que se han asentado por todos los confines familiares.
En los
pueblos con raíces de cepas vitícolas ha empezado a oler a uva trasegada. El
ciclo de la vida se cierra en el otoño con la muerte del fruto bendecido por
Dios. Las uvas; nuestra ancestral sangre bíblica y milenaria son nuestro
particular vellocino de oro, también hoy en tiempos de miseria y crisis
añadida. Los campos de La Mancha son campos alzados al sol de la besana,
repletos de esmeraldas bruñidas y copiosas de vides muy amadas.
Aquí
nada nos ha sobrado nunca. Lo que hemos logrado es gracias al tesón de hombres
y mujeres herederos de una casta que se dobla a la tierra, y doblados trabajan
sin descanso desde tiempos antiguos. Ignoro, si de verdad las manos, nos
nacieron primero en el útero materno o fueron los sarmientos los que nos dieron
los dedos y los brazos para atarnos al cuerpo de la madre y la tierra.
Cuando
llega septiembre el aroma se adentra en las venas del cuerpo y respiramos mosto
en vez de aire y otoño. Escribo lo que siento, lo que llevo en arterias y alma,
aquello que he mamado desde antes de ser yo engendrada. Relato la pasión que
nos une a esta tierra tan áspera, tan dura y tan esquiva para darnos los frutos
con los que hemos de vivir año tras año, siglo tras siglo, siendo todos
nosotros anacoretas oriundos desde un
confín eterno.
Y todo
se realiza como si fuera tan sencillo como beber un vaso de vino y trajinar con
él en la cocina, añadiéndolo a carnes y pescados para darles sabor, y degustar
alrededor de la mesa, la comida familiar y fraterna con el bendito néctar
arrancado a la tierra.
El
vino, nuestro vino, ha sido siempre compañero de la casta familiar. Desde
antaño las abuelas, ancianas venerables, nos lo daban mojando una cata de pan
blanco de cruz en vino, añadiendo azúcar espolvoreada, sabedoras de que aquél
alimento aumentaba la fuerza y nos daba
energía. Jamás nos convertimos en alcohólicos los niños, ni tampoco lo fueron
las sabias guisanderas que ablandaban la carne de cordero con vino, dejando en
la mesa al mediodía la rica vianda elaborada. Con mosto elaboraban el arrope;
postre para el invierno y con mosto la mistela servida en celebraciones
festivas… Tiempos de amor a la vendimia de colgar en los porches las uvas
doradas para comerlas en las últimas campanadas del año viejo que moría…
Tiempos que nos han dado la riqueza de salir adelante con vinos señoriales,
ilustres viajeros que nos preceden en tierras lejanas europeas, y de otros
países y regiones. Vinos que nos dan cobertura firmando alianzas para continuar
apostando por un futuro próximo, incluso cuando otros negocios se han vuelto
esquivos y también fracasados.
Septiembre
en Tomelloso es un lagar inmenso. Grande desde la pequeña extensión de su
término. Hermano de otros pueblos que vendimian y viven debajo de este cielo.
En el lagar redondo de la cooperativa mayor de nuestra geografía, comí el once
de septiembre gachas de titos, o de
almortas, y migas de pastor y gañan, junto al vino, el chorizo y el pan
redondo de cruz, ahora pequeño y sibarita, que junto a los cubiertos nos
dejaban al lado. Comida de rufianes, que dirían los clásicos del Siglo de Oro
español: pintores, músicos, poetas y narradores, periodistas y fotógrafos de cámara y reportaje
gráfico. Sin faltar los que sacan a escena en ventanas de plasma, la vida en
tabletas y videos. Afuera el sol de la Bodega
y Almazara Virgen de las Viñas, besaba los lagares abiertos que recibían
los primeros remolque de uva de esta cosecha, escasa en dulzor y grande en
esperanzas.
El
vino, presente, nos unía. Bridábamos, sin saber que lo hacíamos, por la vida y
la tierra que guarda a nuestros muertos y nos da abrigo y alimentos. Todo
estaba allí; las manos callosas de los agricultores, las de las madres y niños
que empuñan lapiceros, también las que crean el arte en los lienzos en blanco.
Afuera el Museo Infanta Elena, convivía con el aroma primero de las uvas…Magia
o el sueño de un hombre que nos deja su rastro en las cepas y el arte.
Confundido entre los últimos días del verano el hombre camina por el pueblo. Es
uno más que cruza la vereda de la vida, apenas una sombre del mañana, un
suspiro de aroma en la bodega, una gota de aceite en la almazara… Lo contemplo,
delgado y enjuto en su envoltura; quijote del siglo XXI: Rafael Torres Ugena,
Presidente, de este lagar inmenso que se alarga en la pequeña historia de La
Mancha desde la cúpula del cielo de septiembre que envuelve en su abrazo a
Tomelloso. Dios te guarde y nos guarde a todos.
Natividad Cepeda
Arte digital: N. Cepeda
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