El aparcamiento de la T1 del aeropuerto de Barajas en Madrid
estaba lleno de coches y también los había en otros aparcamientos. Tres meses
atrás el mismo aparcamiento estaba vacío y fue entonces cuando la crisis mostró
su rostro en los viajes por avión. A través de los ventanales del aeropuerto se
ven las hojas desprendidas de los árboles desvanecidas entre las nubes grises
de la tarde. Enredadas en las gotas de lluvia pasaban y salían personas que
esperaban o despedían a los viajeros con el nerviosismo en sus miradas. Para
los que partían los adioses se quedaban en tierra de nadie, imposibles de
alcanzar desde las ventanas y los cielos vacilantes de las escaleras de las
nubes.
Sentada en una de las salas de espera, una señora vestida de
abrigo de napa forrado de visón, desde su móvil preguntaba a varios conocidos,
si tenían para dejarle, un vasito de jerez seco para terminar de cocinar unas
perdices. Al otro lado una joven con jersey beige entretejido de dorados
metálicos se quitaba un abrigo azul de plástico brillante con la desenvoltura
de quien se despoja de una toalla después del baño. Se notaba que las prendas
de ambas eran de precios diferentes, e incluso sus expresiones marcaban su
diferencia social: las unía que las dos esperaban a personas que amaban. Las
dos miraban el reloj y a la vez llamaban por teléfono impacientes por el
retraso del avión. Apoyados en la barra de contención, frente a la puerta por
donde salen los viajeros, un hombre decía a su mujer, que su hijo era el último
que aparecería, como siempre, repetía una y otra vez. La mujer llamó por el
móvil y la escuchamos decir que el padre estaba impaciente y cansado de
esperar. Los mensajes digitales ocupaban a la mayoría de las personas. Las
mochilas cargadas en la espalda denunciaban a los jóvenes en el malecón del
aeropuerto, y en comedio de todos la búsqueda del encuentro familiar.
Algunos taxistas esperaban a los clientes sentados dentro
del aeropuerto con caras de cansancio y desanimo. Un empleado asiático empujaba
una larga hilera de carritos sin mirar a nadie. Las cafeterías y restaurantes
se mostraban vacías, de forma que los empleados al mirarnos mostraban su
preocupación por la falta de ventas. El anuncio navideño se reflejaba en los
abrazos y en las sonrisas emocionadas de todos. Pensé, ha pasado un año,
empieza otro, y seguimos buscando la esperanza entre los nuestros. La canción
de estas fiestas late en el amor que la crisis no ha destruido todavía, pero lo
que sí podemos ver son las grandes diferencias que abre brecha entre los que
tienen, y aquellos que se mantienen a flote a duras penas.
Ya en la calle unos chicos se acomodan en un taxi y ruegan
los lleven a la calle Serrano de Madrid… Allí hay boutiques donde es casi imposible ir
de compras muchos millones de españoles;
un vestido puede costar 200 y 350 euros y una blusa 170 y pantalones 140 euros
y más. Por supuesto que son prendas casi únicas, exentas del urbanismo vigente
sin sofisticación.
Ha pasado un año y crecen los pobres que ocultan como pueden
su menesterosidad por la pérdida de
empleo y la bajada de los sueldos. Han llegado las fiestas navideñas y
las familias se reúnen con los que se han marchado y regresan por unos días
comprando los billetes con antelación, porque en las avenidas de ciudades
europeas fallece el corazón de tristeza sin un abrazo en mitad de la sala de
espera del aeropuerto, de las estaciones de tren y de las de autobuses.
Volver
para que los padres no nos sintamos deshijados entre tanta sinrazón de adioses
continuos. Crisálida de invierno es la cara oscura de los que tienen 200 y 300
euros para vivir, que a estas alturas del año son demasiados los que caminan
por la cuerda floja de la economía sin que les importe demasiado los
refinamientos de los diseñadores de las tiendas de lujo de ninguna ciudad.
Natividad Cepeda